Sólo estaba sentado.
Nada más. Simplemente así, sentadísimo. El tiempo no lo molestaba.
Lo dejaba. Bento João Mussavele.
Pero no daba pena. La
gente pasaba y veía que él, allí dentro, no estaba parado. Cuando
le inquirían, respondía siempre igual:
- Estoy refrescándome un poquito.
Ya
debía de estar muy refrescado cuando, un día, decidió levantarse.
- Ya me voy.
Los
amigos pensaron que él regresaba a la tierra. Que había decidido
finalmente trabajar y se había dispuesto a abrir una machamba1.
Empezaron los adioses.
Algunos
se arriesgaron a replicar:
- ¿Pero a dónde vas?Tu tierra está llena de bandidos.
Pero
él no oía. Había escogido su idea, era un secreto. Se lo confesó
a su tío.
- Sabes, tío, ahora hay demasiada hambre allí en Inhambane. Las personas se están muriendo todos los días.
Y
movía la cabeza, parecía condolecido. Pero no era sentimiento:
solamente respeto por los muertos.
- Me contaron una cosa. Esa cosa me va a cambiar la vida. - Hizo una pausa, se enderezó en la silla: - Sabes lo que es una ballena... no sé cómo...
- ¿Ballena?
- Eso mismo.
- ¿Pero a cuento de qué viene la ballena?
- Porque apareció en Quissico. De verdad.
- Pero no hay ballenas, yo nunca las vi. Y aunque apareciese, ¿cómo saben las personas el nombre del animal?
- Las personas no conocen el nombre. Fue un periodista quien dijo esa cosa de ballena, no-ballena. Solo sabemos que es un pez grande, que viene a posarse en la playa. Viene de parte de la noche. Abre la boca y, chii, se vieras allí dentro... está lleno de las cosas. Mira, parece almacén pero no de esos de ahora, almacén de antiguamente. Lleno. Lo juro, en serio.
Después,
dio los detalles: las personas llegaban cerca y pedían. Cada uno,
según. Cadaunamente. Sólo había que pedir. Así sin exigencias ni
guía de marcha. El bicho abría boca y salía almendra, carne,
aceite de oliva. Bacalao, también.
- ¿Ya lo viste? ¿Un tío allí con un carro? Cargas las cosas, llenas, lo traes aquí a la ciudad. Vuelves otra vez. ¿Ya viste el dinero que sale de ahí?
El
tío se rio con ganas. Aquello parecía una broma.
- Todo eso es fantasía. No hay ninguna ballena. ¿Sabes como nació la historia?
No
respondió. La conversación ya estaba gastada, en el educado
fingimiento de oír; el tío prosiguió:
- Es la gente de allí que tiene hambre. Mucha hambre. Después inventan esas apariciones, parecen Chicuembo. Pero son espejismos...
- Ballenas – corrigió Bento.
No se
movió. No era aquella duda lo que lo haría rendirse. Había que
pedir, buscar la forma de juntar el dinero. Y empezó.
Callejeaba
todo el día, para atrás y para delante. Habló con la tía Justina
que tiene un puesto en el bazar con el otro, el Marito, que tiene un
negócio de carretas. Desconfiaron, todos ellos. Él que fuera allí
primero, a Quissico, y encontrase pruebas de la existencia de la
ballena. Que trajese algunos productos, preferiblemente botellas de
aquella agua de lisboa que, después, ellos lo ayudarían.
Hasta
que un día decidió prepararse mejor. Preguntaría a los sabios del
barrio, a auel blanco, el Sr. Almeida, y a otro, negro, que respondía
al nombre de Agostinho. Empezó por consultar al negro. Habló
rápido, la cuestión que lo traía.
- En primer lugar – dijo el profesor Agostinho -, la ballena no es lo que a primera vista parece. Engaña mucho la ballena.
Sintió
un nudo en la garganta, la esperanza desmoronándose.
- Ya me dijeron Sr. Agostinho. Pero creo en la ballena, tengo que creer.
- No es eso, querido. Quiero decir que la ballena parece aquella que no es. Parece un pez pero no lo es. Es un mamífero. Como yo y como tú, somos mamíferos.
- ¿Entonces? ¿Somos como la ballena?
El
profesor habló durante media hora. Se aplicó mucho con el
portugués. Bento con los ojos expectantes, ávido en aquella casi
traducción. Pero la explicación zoológico fue detallista y la
conversación no satisfizo los propósitos de Bento.
Intentó
en casa del blanco. Atravesó las avenidas cubiertas de acacias. En
los paseos los niños jugaban con los estambres de las flores de las
acacias. Mira esto, todos mezclados, hijos de blancos y de negros. Si
fuese en el tiempo de antiguamente...
Cuando
llamó a la puerta de red de la residencia de Almeida un empleado
doméstico lo acechó, desconfiado. Venció con una mueca la
intensidad de la luz exterior y, cuando se dio cuenta del color de la
piel del visitante decidió mantener la puerta cerrada.
- Estoy pidiendo hablar con el Sr. Almeida. Él ya me conoce.
La
conversación fue breve, Almeida no respondió ni sí ni no. Dijo que
el mundo andaba loco, que el eje de la Tierra estaba cada vez más
inclinado y que los polos se estaban enfadando. O achatando, no
entendió bien.2
Pero
aquel discurso vago le dio esperanzas. Era casi una confirmación.
Cuando salió, Beno estaba eufórico. Ya veía ballenas extendidas
perdiéndose en la vista, serpenteando en las playas de Quissico.
Centenas, todas cargaditas y él pasándoles revista con una carreta
station, MLJ.
Con
el poco dinero que había acumulado compró el billete y partió. Por
la carretera se veía la guerra. Los destrozos de los autobuses
quemados se juntaba al sufrimiento de los campos castigados por la
sequía.
- ¿Ahora sólo el sol llueve?
El
humo del autobús en que viajaba entraba para la cabina, los
pasajeros reclamaban pero él, Bento Mussavele, tenái los ojos bien
lejos, viajando ya la costa de Quissico. Cuando llegó, todo aquello
le parecía familiar. La ensenada se aguaba por las lagunas de
Massava y Maiene. Era bonito aquel azul disolviéndose en los ojos.
Al fondo, después de las lagunas, otra vez la tierra, una línea
castaña estacando la furia del mar. La tozudez de las olas fue
creando heridas en aquella muralla, ciñéndola en islas altas,
parecían montañas que emergían del azul para respirar. La ballena
debía presentarse por allí, mezclada con aquel gris del cielo al
morir el día.
Bajó
con el pequeño saco a cuestas hasta llegar a las casas abandonadas
de la playa. En otros tiempos, aquellas casas habían servido para
fines turísticos. Los portugueses no llegaban allí. Sólo los
sudafricanos. Ahora, todo estba desierto y únicamente él, Bento
Mussavele, gobernaba aquel paisaje irreal. Se arregló en una casa
vieja, instalándose entre restos de muebles y fantasmas recientes.
Allí se quedó sin darse cuenta del ir y venir de la vida. Cuando el
mar se levantaba, fuese la hora que fuese, Bento bajaba al reventón
y allí se quedaba vigilando las tinieblas. Chupando de una pipa
vieja y apagada, cavilaba:
- Há de venir. Lo sé, há de venir.
Semanas
después, los amigos fueron a visitarlo. Arriesgaron el camino, en
los Oliveiras, cada curva en la carretera era un susto asediando el
corazón. Llegaron a la casa, después de bajar la ladera. Bento
estaba allí, dormitando entre platos de aluminio y cajas de madera.
Había un colchón viejo deshaciéndose sobre un somier.
Sobresaltado, Bento saludó a los amigos sin dar grandes confianzas.
Confesó que ya había cogido cariño a la casa. Después de la
ballena, había que meter muebles, de esos que se ponen contra las
paredes. Pero los mayores planes estaban en las alfombras. Todo lo
que fuese suelo o que a ello se pareciese sería tapizado. Incluso
las inmediaciones de la casa, también, porque la arena es un rollo,
anda siempre en los pies. Era especial una alfombra que se extendía
por el arenal, uniendo la casa al lugar donde desembarcaría la
dicha.
Finalmente,
uno de los amigos abrió el juego.
- Sabes, Bento: allí en Maputo están difundiendo que eres un reaccionario. Estás aquí, como estás, sólo por causa de esa cosa de armas no-armas.
- ¿Armas?
- Sí – ayudó otro visitante. - Sabes que Sudáfrica está abasteciendo a los bandos. Reciben armas que vienen por el camino del mar. Es por eso que están diciendo muchas cosas sobre ti.
Él
se puso nervioso. Eh, tío, ya no aguanto sentado. Sobre quien recibe
armas no sé, repetía. Estoy esperando la ballena, nada más.
Se
discutió. Bento siempre a la delantera. ¿Qué se sabía allí se la
maldita ballena no venía de los países socialistas? Hasta incluso
el profesor Agostinho, que todos conocen, dijo que sólo faltaba ver
cercos volando.
- Espera ahí, hombre. Ahora ya empieza una historia de cercos cuando aún nadie vio la mierda de la ballena.
Entre
los visitantes había uno que pertenecía a las estructuras y que
decía que tenía una explicación. Que la ballena y los cercos...
- Espera, los cercos no tienen nada que ver...
- Cierto, deja ahí los cercos, pero la ballena esa es una invención de los imperialistas para que el pueblo se esté quieto, a la espera de que la comida llegue siempre de fuera.
- ¿Pero los imperialistas andan inventando ballenas?
- Inventaron, sí. Ese rumor...
- ¿Pero quién dio ojos a las personas que la vieron? ¿Fueron los imperialistas?
- Vale, Bento, tú quédate, nosotros ya nos vamos.
Y los
amigos se fueron, convencidos de que allí había hechicer´´ia.
Alguien había dado una medicina para que Bento se perdiese en la
arena de aquella espera idiota.
Una
noche, el mar roncando en un enfado sin fin, Bento despertó
sobresaltado. Estaba temblando, parecía atacado de paludismo. Se
tocó las piernas: ardían. Pero había un señal en el viento, una
adivinanza en la oscuridad que lo obligaba a salir. ¿Sería una
promesa, sería una desgracia? Se acercó a la puerta. La arena había
perdido su sitio, parecía un látigo entrado en cólera. De repente,
debajo de los remolinos de arena, él vio la alfombra, la tal
alfombra que él había extendido en su sueño. Si eso fuese verdad,
se allí estuviese la alfombra, entonces la ballena había llegado.
Intentó afinar los ojos disparándose de la emoción pero los mareos
le derribaban la vista, las manos pedían apoyo al umbral de la
puerta. Se metió por el arenal, completamente desnudo, pequeño como
una gaviota de alas quebradas. No oía su propia voz, no sabía si
era él quien gritaba. Ella vino, ella vino. La voz estallaba dentro
de su cabeza. Estaba ya entrando en el agua, la sentía fría,
quemando los nervios tensos. Había más adelante una mancha oscura,
que iba y que venía como un corazón torpe
y beodo. Sólo
podía ser ella, así de huidiza.
En
cuanto descargase las primeras mercancías él se metía un pedazo de
comida porque el hambre hacía mucho que le disputaba el cuerpo. Sólo
después arreglaría el resto, aprovechando las cajas viejas de la
casa.
Iba
pensando en el trabajo que faltaba mientras caminaba, el agua ahora
envolviéndolo por la cintura. Estaba ligero, tal vez la angustia le
hubiese vaciado el alma. Una segunda voz se fue apareciendo,
mordiéndole los últimos sentidos. No hay ninguna ballena, estas
aguas te van a sepultar, te van a castigar del sueño que
acariciaste. Pero, ¿morir así porque sí? No, el animal estaba
allí, se oía su respiración, aquel rumor profundo ya no era la
tempestad, era la ballena llamándolo. Sintió que ya sentía poco,
era casi sólo aquel frescor del agua tocándole el pecho. ¿Qué
invención, que qué? ¿No dije que era necesario tener fe, más fe
del que duda?
Habitante
único de la tempestad, Bento João Mussavele fue siguiendo mar
adelante, sueño adelante.
Cuando
la tempestad pasó, las aguas azules de la laguna se acostaron, otra
vez, en aquella calma secular. Las arenas volvieron a su lugar. En
una casa vieja y abandonada quedaban las ropas desaliñadas de Bento
João Mussavele, guardando aún su última fiebre. Al lado había un
saco conteniendo los restos de un sueño. Hubo quien dijese que
aquella ropa y aquel saco eran prueba de la presencia de un enemigo,
responsable de la recepción del armamento. Y que las armas serían
transportadas por submarinos que, en historias que pasaban de boca en
boca, habían sido convertidos en las ballenas de Quissico.
1Machamba:
Voz autóctona. Se refiere a un campo agrícola.
2Juego
de palabras en portugués, chatear significa
enfadar, que es una palabra mucho más común en la lengua coloquial
que achatar, por lo
que Bento, que está poco habituado al lenguaje del profesor, se
confunde.